Villajoyosa: Del Pati Fosc al Paraíso

¿Qué hicimos?

La Vila Joiosa

Siempre ocurría en verano. Ese día nos levantábamos muy temprano, a eso de las 7 de la mañana, no hacía falta poner el despertador ni que nadie entrase a la habitación a despertarnos. La ropa ya estaba preparada desde la tarde anterior y a esa hora solo quedaba por terminar de preparar el desayuno. La casa olía a tortilla de patatas, a bocadillo recién hecho. Sobre las ocho y media de la mañana era la hora en la que solíamos quedar con mis tíos para salir todos juntos desde Alcoy en dirección a La Vila, nosotros con nuestro Seat 1430 y ellos con su Renault 12. No había autopistas y el viaje de poco más de 80 kilómetros por carretera comarcal tenía siempre una parada obligatoria una vez pasado el Safari de Aitana, aunque lo que más nos gustaba era parar a desayunar en el pantano del Amadorio, (el segundo pantano que está más cerca del mar en línea recta de toda España). Dentro de lo que hoy es el embalse vivió mi madre y yo he podido llegar a ver lo que quedaba de la casa en una de esas paradas para desayunar estando el pantano prácticamente seco. Después del bocadillo volvíamos a subir a los coches y en cuestión de media hora llegábamos al «carrer» del Pati Fosc. Recuerdo la calle con edificios de tres plantas y pintados de color blanco, con los portales siempre abiertos, no había peligro alguno, todos los vecinos se conocían y cuidaban unos de otros, una calle y un barrio de gente humilde y trabajadora. Allí vivían los tíos de mi madre, el tío Miguel, la tía Concha y mi primo Pepet.

Recuerdo, como si fuera hoy ir al mercado a comprar, ir a ver como pasaba el «trenet» en dirección a Benidorm, recuerdo el arroz que hacía el tío Miguel con el pescado que traía directamente desde el barco en el que él trabajaba como cocinero, comprar helados en el Bar Madrid, (ya desaparecido), después de comer los domingos, ver las casas de colores al cruzar el puente, bajar por la mañana por la calle Canalejas hasta llegar al Bar Nacional 2 para desayunar churros, (bar que también cerró sus puertas), pasar por delante del Cine Olympia, jugar al fútbol en la calle con mi primo que decía ser el mítico jugador Puncho, tostarme al sol en la Platja dels Estudiants, ver las entradas de Moros y Cristianos con una chilaba puesta y levantarnos muy muy temprano para ir a ver el Desembarco, oler a chocolate por las calles a cualquier hora del día y merendar pan con aceite y una onza de chocolate «Virgen de las Nieves», pasar junto a la muralla rodeados de casas cada una pintada de un color distinto a la otra para que los marineros pudieran distinguir su casa desde el mar y llegar a lo que hoy es el paseo marítimo, pasear por el puerto mientras los barcos llegaban y descargaban el pescado, escuchar las historias de la tía Concha, (como aquella de que el diente que le faltaba lo tenía guardado y se lo ponía solo los domingos y los días de fiesta, y parece ser que no mentía), ir a ver la subasta a la lonja de pescado y algunos días incluso coger el coche por la mañana para ir a bañarnos a la Platja del Paradís, el «Paraíso».

Son recuerdos, que como niño que era, se me quedaron grabados para siempre, y por suerte a principios de mayo volví a Villajoyosa, (a La Vila, yo siempre la he llamado La Vila), para pasar allí tres fantásticos días, para volver a la niñez paseando por sus calles comprobando que las casas de colores siguen teniendo sus mismos colores, que el chocolate sigue oliendo a chocolate y que el pueblo sigue tan bonito, o más, que entonces.

Llegamos a La Vila a media tarde dispuestos a conocer cosas nuevas y a seguir recordando los días felices que aquí pasé y ya de paso celebrar el 8º aniversario de Comunitat Valenciana Travel Bloggers, (#CVTB8). Dedicamos parte de la tarde a pasear por el entorno del Mercat, (teníamos nuestro alojamiento justo en frente, en el Hostal El Mercat), a recorrer arriba y abajo la Calle Colón para hacer alguna que otra compra, bajar hasta la playa bordeando la muralla y visitar a última hora de la tarde el Museo del Chocolate Valor. Nada más llegar el olor a chocolate lo impregnaba todo, (como cuando era niño), y pudimos conocer la historia de la industria chocolatera de Villajoyosa y probar un poquito de las distintas variedades de chocolate. Después, la cena en el Jardín de Doña Concha, (una casa que visitaríamos por dentro el día siguiente), y siguiendo el olor a chocolate, como en esos dibujos animados en los que el personaje persigue el olor a comida, nos fuimos a dormir.

El sábado nos levantamos pronto, visitamos el Vilamuseu para conocer la fascinante historia de Villajoyosa que nunca me habían contado y sobre todo conocer la historia del pecio Bou Ferrer y ver los restos rescatados de este inmenso barco romano de la época del emperador Nerón, ¡ahí es nada!
Nos quedamos fascinados cuando pudimos entrar en los almacenes del museo y ver las ánforas recuperadas, las que todavía estaban en proceso de desalinización, los lingotes de plomo y conocer todo el trabajo que se lleva a cabo aquí. Realmente mereció mucho la pena la visita.

De ahí nos dirigimos a conocer La Barbera dels Aragonés, una masía del siglo XVII, (la misma en la que cenamos el día anterior), y que se quedó anclada en el siglo XIX y que hoy en día se puede visitar y contemplar. Yo recordaba esta masía cuando todavía quedaba fuera de lo que hoy es el casco urbano, alejada del tráfico, alejada del ruido, rodeada de campo y solo molestada por el paso del «trenet» pero nunca había llegado a entrar ni por supuesto ver todo lo que la casa contiene, desde ajuar, ropa o mobiliario y objetos de la época. Una auténtica maravilla, lo prometo.
Era la hora de comer y nos fuimos al Mercat, recorrimos los puestos, compramos algo de salazón, (mojama, hueva de atún…), y comimos allí. De hecho, se puede comprar la comida y llevarla a uno de los bares/restaurantes del mercado para que te la cocinen. Es una experiencia que uno debe probar cuando va a La Vila.
Cenar al aire libre en la misma Plaça de L’Esglesia, decorada con mucho mimo y que nos hacia parecer que nos encontrábamos en la mismísima Toscana fue una experiencia irrepetible. Las luces, las velas, las casas de colores, la fachada de la iglesia, música de saxofón en directo… ¡Una verdadera delicia!
La Vila no es solamente sol y playa, tiene muchas más cosas, y el domingo por la mañana nos fuimos de excursión. Una ruta senderista facilita desde la playa del Torres, (donde se encuentra la Torre de Sant Josep, el monumento funerario romano mejor conservado de toda la península y que hacía años que no había vuelto a ver), bordeando el mar Mediterráneo que presentaba un color azul intenso hasta la Torre del Aguiló, poco más de 6 kilómetros de ruta, (ida y vuelta), con unas vistas increíbles, tanto al mar como a los rascacielos de Benidorm una vez se llega al final del trayecto. A la vuelta pudimos comer en la misma playa del Torres, en el chiringuito del Camping El Torres. Mesas con mantel blanco, con los árboles, el mar color turquesa al lado y con un paisaje que ese día nada tenía que envidiar a ninguna playa del Caribe. El mismo paisaje que yo recordaba de cuando era niño.

Por desgracia el fin de semana tocaba a su fin y era hora de volver a casa. Atrás dejábamos Villajoyosa, y con el coche pasábamos junto al Paraíso, con su playa de piedras y sus aguas azules, limpias y transparentes y viendo por el retrovisor como el cielo iba cambiando de color a medida que el sol se iba poniendo a nuestras espaldas por el Pati Fosc.
Y aquel niño que tantos buenos días pasó allí volvía a casa con la carita triste deseando poder regresar cuanto antes a La Vila.

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